“Como flores hermosas, con color, pero sin aroma, son las dulces palabras para el que no obra de acuerdo con ellas”.
Sidhartha
Gautama (Buda)
Un suplicio, eso significa para mí salir a la calle, pues siempre me preguntan lo mismo cuando me encuentro con un amigo:
¿Qué sabes de ella? ¿Está bien, sigues en contacto o la has olvidado?
Depredadores del sentimiento humano, ¡inquisidores!, cuyo único afán es dar a su morbo alimento, y esto a costa de remover las heridas que me produce tu recuerdo.
Pienso en ti, sí, lo acepto; pero son breves momentos esos. Ocurre cuando en el silencio de la noche contemplo desde mi cama algún lucero burlándose en el oscuro cielo. Entonces te recuerdo acostada a mi lado, la ventana abierta y el brillante lucero reflejado en tus ojos negros observándome mientras cubro tu cuerpo.
Sí, muchas veces pienso en ti; pero enseguida me apresuro a olvidarte, pues doloroso es pensar en que pueda ser real algo tan dulce, tan maravilloso como lejos. “Somos incompatibles, nuestra relación nos hace daño a ambos; mejor es que me olvides”, me dijiste con esa voz entre cínica y dolida, justificando tu alejamiento, despidiéndome y despidiéndote a ti misma.
Y la gente, insensible, me pide que le hable de mi corazón, de mis atribulados sentimientos, de mis futuros proyectos, ¡ja, ja, ja! Como si hubiera futuro posible sin ti…
Y yo, estúpido de mí —¿a quién quiero engañar?—, les afirmo tras inflar mi pecho que ya todo acabó, que te olvidé, que una ventana se abre cuando otra se cierra, que nunca lloro por una mujer habiendo otras…
Pero lo cierto es que yo pienso en ti en la oscuridad de la noche, cuando nadie ve que pican los ojos y se tornan llorosos; entonces me giro e intento olvidarte, pero es en vano: la almohada me transmite tu aroma, y el colchón me indica tu hueco, ese que te cobijaba cuando ambos fundíamos nuestros cuerpos. Y, furioso, muerdo la almohada que sostenía tus cabellos.
Todos me preguntan cuando estoy en el bar si aún pienso en ti, si sigo contigo, si me amas o estás con otro… Ellos bien lo saben, pero es el morbo lo que les incita, el placer de ver sufrir, de ver llorar a un hombre que jura nunca haber llorado. Y yo entonces me echo a reír y exclamo:¿Llorar? ¡Jamás! Soy un hombre de pelo en pecho, me visto por los pies, y no tengo tiempo para esas niñerías.
Y bebo y bebo…, bebo con ellos para justificar el picor que siento en mis enrojecidos ojos.
Así es Juan los hombres no lloran por niñeras pero si por un amor perdido.
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