En las tardes en que la
soledad me acompaña sentada a mi lado ante la chimenea, aún veo su imagen
surgir entre la bruma de mis recuerdos.
Aparece de pronto entre los
árboles que bordean el camino, clavando su mirada en mi rostro perturbado ante
su belleza.
Ella se esconde tras los
árboles y ríe, dichosa, halagada ante mi flaqueza.
Los pájaros enmudecen ante
su presencia, y revolotean de rama en rama, siguiéndola, enamorados, al igual
que yo, de sus ojos, de los hoyuelos de sus mejillas, de sus labios, de su
busto, de sus piernas...
Su voz suena en mis oídos
como el murmullo del arroyo de aguas cristalinas que baja de la sierra,
acariciando los helechos y las zarzas que embelesados nos contemplan, esperando
algo: tal vez un beso, un abrazo, una entrega..., que nunca llega.
De pronto ella se gira y me
lanza un beso con la punta de sus dedos de diva, sonríe y desaparece en la
niebla. Yo sigo mi triste andadura por el camino sembrado de hojas muertas.
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